Hay estaciones que se ven. El otoño con su paleta de ocres, el invierno con su manto blanco, la primavera con sus brotes descarados. Pero el verano… el verano se escucha y se huele.
Es el canto incesante de los grillos al caer la tarde, una especie de reunión sindical que no cesa hasta el amanecer. Las cigarras, más teatrales, afinan su orquesta al mediodía como si compitieran por la atención del sol. Cada trino, cada chirrido, es un recordatorio sonoro de que el calor aprieta y la vida no se detiene.
Y luego están los olores.
El verano huele a césped recién cortado y a piel tostada por el sol. Huele a protector solar, a salitre y a tierra seca después de una tormenta breve pero intensa. Pero, sobre todo, huele a fruta madura. A melocotón. Ese perfume dulzón, pegajoso, que se queda en los dedos y en la memoria. Huele a huerto, a mercado de pueblo, a tardes de siesta.
Es un festival sensorial sin anuncio oficial. No necesita cartel. Llega sin pedir permiso y convierte lo cotidiano en poesía. El zumbido lejano de una mosca, el crujir de la hamaca, el eco del hielo en el vaso… Todo tiene banda sonora.
El verano nos recuerda que no todo lo importante se dice. Algunas cosas se sienten. Se escuchan en el aire caliente, se huelen en la brisa. Y eso, aunque no cotice en bolsa, es capital emocional de alto rendimiento.
Y entre todo eso, sin hacer ruido,
Nexus también forma parte del verano.
Porque algunas cosas no se explican: se viven.
Así que respira hondo, afina el oído y deja que el verano te hable ya que aunque no lo veas, está diciendo mucho.